Discurso de SS Benedicto XVI
A
los
participantes de la XXII
Conferencia Internacional del Consejo Pontificio para
la Pastoral
de la
Salud
17/11/2007
Señor
cardenal;
venerados
hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres
señores y señoras;
queridos
hermanos y hermanas:
Me
alegra encontrarme con vosotros, con ocasión de esta Conferencia internacional
organizada por el Consejo pontificio para los agentes sanitarios. Dirijo a cada
uno mi cordial saludo; en primer lugar, al señor cardenal Javier Lozano
Barragán, con sentimientos de gratitud por las amables palabras que me ha
dirigido en nombre de todos. Saludo, asimismo, al secretario y a los demás
componentes del Consejo pontificio, a las autorizadas personalidades presentes y
a cuantos han participado en este encuentro para reflexionar juntos sobre el
tema del cuidado pastoral de los enfermos ancianos. Se trata de un aspecto hoy
central de la pastoral de la salud que, debido al aumento de la edad media,
afecta a una población cada vez más numerosa, que tiene muchas necesidades pero,
al mismo tiempo, cuenta con indudables recursos humanos y espirituales.
Aunque
es verdad que la vida humana en cada una de sus fases es digna del máximo
respeto, en ciertos aspectos lo es más aún cuando está marcada por la ancianidad
y la enfermedad. La ancianidad constituye la última etapa de nuestra
peregrinación terrena, que tiene distintas fases, cada una con sus luces y
sombras. Podríamos preguntarnos: ¿tiene aún sentido la existencia de un
ser humano que se encuentra en condiciones muy precarias, por ser anciano y
estar enfermo? ¿Por qué seguir defendiendo la vida cuando el desafío de la
enfermedad se vuelve dramático, sin aceptar más bien la eutanasia como una
liberación? ¿Es posible vivir la enfermedad como una experiencia humana que se
ha de asumir con paciencia y valentía?
Con
estas preguntas debe confrontarse quien está llamado a acompañar a los ancianos
enfermos, especialmente cuando parece que no tienen ninguna posibilidad de
curación. La actual mentalidad eficientista a menudo tiende a marginar a estos
hermanos y hermanas nuestros que sufren, como si sólo fueran una "carga" y un
"problema" para la sociedad. Al contrario, quien tiene el sentido de la dignidad
humana sabe que se les ha de respetar y sostener mientras afrontan serias
dificultades relacionadas con su estado. Más aún, es justo que se recurra
también, cuando sea necesario, a la utilización de cuidados paliativos que,
aunque no pueden curar, permiten aliviar los dolores que derivan de la
enfermedad.
Sin
embargo, junto a los cuidados clínicos indispensables, es preciso mostrar
siempre una capacidad concreta de amar, porque los enfermos necesitan
comprensión, consuelo, aliento y acompañamiento constante. En particular, hay
que ayudar a los ancianos a recorrer de modo consciente y humano el último tramo
de la existencia terrena, para prepararse serenamente a la muerte,
que —como sabemos los cristianos— es tránsito hacia el abrazo del Padre
celestial, lleno de ternura y de misericordia.
Quisiera
añadir que esta necesaria solicitud pastoral hacia los ancianos enfermos no
puede menos de implicar a las familias. En general, conviene hacer todo lo
posible para que las familias mismas los acojan y se hagan cargo de ellos con
afecto y gratitud, de modo que los ancianos enfermos puedan pasar el último
período de su vida en su casa y prepararse para la muerte en un clima de calor
familiar.
Aunque
fuera necesario internarlos en centros sanitarios, es importante que no se
pierda el vínculo del paciente con sus seres queridos y con su propio ambiente.
Conviene que en los momentos más difíciles el enfermo, sostenido por el cuidado
pastoral, se sienta animado a encontrar la fuerza de afrontar su dura prueba en
la oración y en el consuelo de los sacramentos. Que se sienta rodeado por sus
hermanos en la fe, dispuestos a escucharlo y compartir sus sentimientos. En
verdad, este es el verdadero objetivo del cuidado "pastoral" de las personas
ancianas, especialmente cuando están enfermas, y más aún si están gravemente
enfermas.
En
diversas ocasiones mi venerado predecesor Juan Pablo II, que especialmente
durante su enfermedad dio un testimonio ejemplar de fe y de valentía, exhortó a
los científicos y a los médicos a comprometerse en la investigación para
prevenir y curar las enfermedades vinculadas al envejecimiento, sin caer jamás
en la tentación de recurrir a prácticas de abreviación de la vida anciana y
enferma, prácticas que de hecho serían formas de eutanasia.
Los
científicos, los investigadores, los médicos y los enfermeros, así como los
políticos, los administradores y los agentes pastorales no deberían olvidar
nunca que "la tentación de la eutanasia (...) es uno de los síntomas más
alarmantes de la cultura de la muerte, que avanza sobre todo en las sociedades
del bienestar" (Evangelium
vitae,
64). La vida del hombre es don de Dios, que todos están llamados a custodiar
siempre. Este deber también corresponde a los agentes sanitarios, que tienen la
misión específica de ser "ministros de la vida" en todas sus fases,
particularmente en las marcadas por la fragilidad propia de la enfermedad. Hace
falta un compromiso general para que se respete la vida humana no sólo en los
hospitales católicos, sino también en todos los centros sanitarios.
Para
los cristianos es la fe en Cristo la que ilumina la enfermedad y la condición de
la persona anciana, al igual que cualquier otro acontecimiento y fase de la
existencia. Jesús, al morir en la cruz, dio al sufrimiento humano un valor y un
significado trascendentes. Ante el sufrimiento y la enfermedad los creyentes
están invitados a no perder la serenidad, porque nada, ni siquiera la muerte,
puede separarnos del amor de Cristo. En él y con él es posible afrontar y
superar cualquier prueba física y espiritual y, precisamente en el momento de
mayor debilidad, experimentar los frutos de la Redención. El Señor resucitado
se manifiesta, en quienes creen en él, como el viviente que transforma la
existencia, dando sentido salvífico también a la enfermedad y a la muerte.
Queridos
hermanos y hermanas, a la vez que invoco sobre cada uno de vosotros y sobre
vuestro trabajo diario la protección materna de María, Salus infirmorum,
y de los santos que han dedicado su vida al servicio de los enfermos, os
exhorto a esforzaros siempre por difundir el "evangelio de la vida". Con estos
sentimientos, os imparto de corazón la bendición apostólica, extendiéndola de
buen grado a vuestros seres queridos, a vuestros colaboradores y, en
particular, a las personas ancianas enfermas.
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